miércoles, 13 de marzo de 2019

EL triunfo de los torpes


Ricardo Morales Jiménez
Democresia.es


“Es que hoy, cuando un niño brilla desde el colegio todo el sistema está creado para machacar cualquier destello de brillantez, de inteligencia o de independencia, para que no deje a los torpes atrás. ¿Os dais cuenta del descrédito que la élite tiene y del acoso que hay? Es una de las peores amenazas que tenemos. Nos están dejando sin élites. ¡Es el triunfo de los torpes!” 
Estas bílicas palabras corresponden a Pérez-Reverte y están extraídas del XL Semanal de hace algunas semanas, donde el grupo Vocento tuvo a bien juntar a tres espadachines de las letras como son el autor del malparado Falcó, el nobel Vargas Llosa y el filósofo y escritor Javier Marías.
La entrevista tenía algo de postureo decimonónico. Algo de aristocracia intelectual, muy de “nos encontramos cada martes, tomamos Brandy y somos muy buenos”. Un encuentro que se ha visto abajado a la realidad del día a día por la condescendiente presencia de un periodista tibio, que deja que sus interlocutores hablen sin tensión, que estén de cháchara. El cuadro, aderezado con buenos caldos y con el calorcito intelectual que da el sentirte entre los tuyos, qué duda cabe, habría sido muy del gusto de Chesterton. Material de primer orden para dar rienda suelta a otro capítulo de “El Club de los Negocios Raros” o de “El Regreso de Don Quijote”.
La cuestión es que la reflexión que suscita Pérez-Reverte es una media verdad que nos deja dos lecturas posibles.
Empecemos reconociendo la parte que cojea por lo cierto.
El sistema educativo español, y más tras las travesuras de Wert en la pasada legislatura, arrinconó a las humanidades al anecdotario formativo, al ostracismo en las aulas. Hecho que con tanta guasonería El Mundo Today reconoció con aquello de “La policía detiene a un grupo de adolescentes que estudiaban Filosofía al salir del instituto”.
Es el sistema de papás progres, tal y como los define Gregorio Luri en “Mejor Educados”, que consideran más importante el manejo de idiomas y de las redes sociales que la formación troncal que los chicos reciben en la escuela. O que consideran que la autonomía del chiquillo, la laxitud disciplinar, les convertirá en grandes artistas y aventureros, en triunfadores de la nueva era y no en maleducados engreídos que juegan al tira y afloja para ver cuanto pueden sacarle a la vida siendo unos fanfarrones. 

El mercado laboral actual, que en determinados sectores traen la parafilia del tecnicismo exacerbado, de las sesiones de trabajo de monos de feria, de considerar el paso por la universidad una pérdida de tiempo estrictamente necesaria para trabajar,denostando el principio universal que compete a la formación superior, que no es otro (idílicamente o grabado en latín en los blasones de cada centro educativo) que formar en la verdad del mundo y en la verdad de un oficio.
Por otro lado, la parte que cojea por lo pernicioso en las declaraciones de Pérez- Reverte es el catastrofismo de salón. El devengar en la abstracción del “sistema” el que todos seamos unos torpes. Esta afirmación, perdonable en cualquier caso pues parece más una venida arriba puntual que un pensamiento maduro, anula la función de esos profesores entregados al encuentro con su alumno; de acompañarle, de elevarle. A pesar de tener un 20% de la clase a por uvas (datos que recoge Luri a propósito del informe Pisa de 2014). De hacerle viajar desde sus primeros pasos con Verne por el espacio y los fondos marinos hasta pelearse junto a San Manuel Bueno Martir por encontrar a Dios en lo cotidiano.
O de los padres, que ante las torpezas de sus hijos y flaquezas de sus maestros, deciden abandonar su actitud “profesionalista” -de creacionistas de la nueva familia. De gurús de las técnicas más exóticas para aprender el mapa geográfico de España- para abajarse con amor y ternura, educando en la paciencia y constancia, exponiendo ante la mirada del joven inquisidor que es su hijo preadolescente sus flaquezas, aciertos y miserias. 

Es en esta línea donde Gregorio Luri, con un pensamiento que podría tildarse de “tradicionalista” en el mejor sentido de la palabra, viene a remarcar la necesidad de educar con sentido común. La idea es restituir el papel de los padres, los codos, los deberes y los maestros. Quitando el afán protagónico en cuanto a la forma de educar al alumno, mareado de tanto vaivén de planes formativos -repleto de cabriolas y técnicas propias de la farándula- y de tanto niñocentrismo.
Ser libre, responsable, disciplinado, creativo, predispuesto, generoso, humilde y entregado. Todo este rosario de virtudes y actitudes deseables son posibles en un torpe a través de la clásica y efectiva regañina “ponte a estudiar, hijo”. Sin necesidad de darle cuatro mil vueltas. Sin tener que responsabilizar al “sistema” de aquello que en un pupitre se puede resolver. Mostrándoles las bondades de las estructuras sociales que siempre han estado ahí: las familias, las escuelas, las parroquias, etc. Y las funciones que estas tienen en el desarrollo integral de la sociedad.
Es así como se construye la élite añorada por la élite actual.
Un niño es una oportunidad de volver a recorrer junto a él los errores en los que uno tropezó alguna vez con la tranquilidad de que no eres tú quien ha de sufrir la caída directamente en tus carnes. Es una ocasión para revestir de esperanza la vida del otroy de saber indicar con la sabiduría que da el peregrinar tu experiencia.
Abrir los ojos y estar atentos a los más jóvenes es nuestra garantía para evitar el triunfo de los torpes.  Al mismo tiempo que afilamos y afinamos el espíritu crítico, responsabilizándonos de actos propios y ajenos, no dejando al berrinche contra el “sistema” la oportunidad de colaborar en una sociedad mejor.

Una reflexión "al vuelo"

Frente a mi oficina, sobre las escaleras que van al segundo piso, había un nido de golondrinas. 3 polluelos tenía el nido. Sobre una lámpara...